Historia de un espigón Patagónico

Drusila

Drusila

La ciudad de Trelew se encuentra en la Patagonia, a mil cuatrocientos kilómetros de Buenos Aires. A muy poca distancia del casco urbano el temperamental Atlántico Sur rompe sus olas.

Plena Meseta Patagónica, la tierra es árida, de tonos amarillentos y grises blancuzcos, algunos matices más acentuados en los distintos estratos geológicos marcados en las pendientes verticales de la meseta.

Hasta la escasa vegetación, achaparrados arbustos, tienden a ese tinte grisáceo. El paisaje es duro, e imponente, la inmensidad es la única variable.

El océano es frío y bravo, sus revueltas aguas rara vez permiten que se lo vea azul.

Sin embargo, una playa más amable que las demás es frecuentemente visitada por los habitantes de Trelew, incluso bellas casas se han construido mirando la costa.

Casi sin arena, las olas arrastran ruidosamente cantos rodados con los mismos matices amarillentos y grises claros de la región.

El océano, a pesar de su fiero semblante, es generoso, y por eso hay ahí una buena cantidad de espigones alineados, todos de piedra, y siempre están abarrotados de pescadores, soportando los embates de la espuma salada, recogiendo la abundante cosecha que ofrece el Atlántico.

Pero uno de esos espigones se destaca, sus piedras hacen notar a primera vista que no son de de la zona por su color rojo subido, se adentra unas docenas de metros luego de la rompiente, e, invariablemente esta sin pescadores ni paseantes.

Cuentan que un funcionario local tuvo el capricho de traer esas llamativas piedras desde el Neuquén, setecientos kilómetros al oeste, en dirección a la cordillera, zona de espesos y umbríos bosques, donde el mar es sólo una mención. Arrancadas de su suelo original, fueron dificultosamente trasladadas y amontonadas para crear el espigón.

El problema resulto de que las piedras no iban solas, mudadas con ellas y en total desacuerdo viajaron los duendes que las tenían como hogar, indignados, sufrieron la afrenta de ser desalojados de su verde foresta, y verse en un paraje extraño, yermo, medio hundidos en un mar salvaje. Los duendes del Neuquén se enfadaron, y mucho.

Un duende, en ese estado de mal humor no se deja ignorar, y como consecuencia, extraños prodigios sucedieron en el espigón de piedras rojas.

Lo primero fue la repentina y total ausencia de peces, por más carnada sofisticada y por más lejos que se arrojará el sedal, nadie podía sacar un mísero pez de las aguas. Aunque en los espigones vecinos la pesca seguía siempre abundante. En poco tiempo los pescadores desistieron y no se vio a ninguno más con su caña allí.

Entonces, fue el turno de los enamorados, quienes, aprovechando la soledad caminaban entre las piedras buscando intimidad. Las experiencias fueron desastrosas.

Aunque el mar estuviera inusualmente calmo, de repente una colosal ola salida de sorpresa caía helada bañando a las parejas, también accidentes menores, como torcerse el pie en un hueco casi invisible en las rocas, dolorosos resbalones, tropezarse con la nada y soportar una humillante caída. Toda cita romántica fue escrupulosamente arruinada.

Siguieron los solitarios, aquellos que buscaban aislarse para meditar sobre cualquier misterio que valga la pena meditar, a ellos les fue peor aún. No sólo las repentinas olas congeladas estrellando con violento latigazo, no sólo las caídas, como en un cuento de Lovecraft los colores se alteraban, la luna aparecía verdosa, las piedras con una fosforescencia roja siniestra, y las aguas amenazadoras negras. Hasta los solitarios más recalcitrantes se decidían en ese momento por la urgente compañía humana y escapaban del lugar.

Y en el sitio de donde fueron quitadas las piedras tampoco quedo nada tranquilo, los duendes reclamaban por la devolución de parte de su territorio rocoso, y por supuesto, por los otros duendes, protestaban en silencio con todo tipo de prodigios. Los habitantes de esa zona del Neuquén, acostumbrados a los seres mágicos y sus mensajes, pidieron la inmediata restitución de las rocas rojas.

Claro es que los funcionarios no entienden de estas cuestiones, ni de otras, el espigón quedo donde estaba.

El cuidado de la ecología es más complejo de lo imaginado, y cada vez que el hombre cambia un escenario natural alguna consecuencia se desata, algunas realmente increíbles, como la del espigón encantado.

 

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