“Son cosas de niños”

  • Por Juan «El letrastero» desde su sección “Acuéstate y suda”

 

Muchos de nosotros hemos oído en infinidad de ocasiones esa frase, seguro. Como también, y dependiendo del grado de exposición, habremos compilado anécdotas que hagan referencia a la de veces que nos hemos librado de acabar mal a tempranas edades.

Cosas de niños, algo traviesos, era dejar al Eusebio colgado del aro de la canasta, tras montar una escalera humana en un tiempo record que ni la Colla Castellera de Terrassa, para olvidarnos de él… ahí arriba, suspendido entre lloros. A fin de cuentas, su tarea de peso pluma estaba cumplida: ya nos había palmeado para abajo el balón tricolor que imitaba al de los Globetrotters. Por lo tanto, y haciendo honor al canto del cisne de Freddie Mercury: El espectáculo debía continuar. Todos hemos hecho trastadas. Algunas más graciosas que otras, pero… eran cosas de críos. Claro que, lo repasas ahora, en tiempo presente, y la sensación de riesgo que percibían los progenitores por aquellos años respecto a nosotros: sus descendientes, no se medía con la misma unidad de proteccionismo como sucede en la actualidad.  Pese a que en algunos casos rozase la temeridad. Y no me refiero a la ausencia generalizada de cinturones de seguridad en los asientos traseros, sino que hablo más bien de viajes sobre la bandeja trasera de un 850 cruzando la península de un córner a otro, que a más de uno le resultará familiar.

 

Todos hemos hecho trastadas. Algunas más graciosas que otras, pero… eran cosas de críos

 

 

Ahora que la edad no perdona, y que tras mostrarnos su mejor sonrisa, nos obsequia con unas dentelladas memorísticas al estilo “Abuelo cebolletas”; empujándonos a rebobinar en busca de recuerdos, con una frecuencia tal vez más incisiva, por lo que presiento que será fruto de un miedo a ir olvidándonos de esos instantes, seguimos con la máxima de “la cabeza no para”. Pero bueno, ahí vienen, presentándose con una aumentada asiduidad a medida que vamos añadiendo muescas a nuestro cinturón.

Memorables me resultan ahora, aquellas sobremesas de verano en una cocina con al menos cuatro o cinco fumadores empedernidos, con el consiguiente llorar de ojos que todo ello me provocaba. Me tocaba hacer de atrezzo, ya que todos mis amigos ya se habían ido a dormir. A mentiras piadosas sabían las frases paliativas como: “enseguida nos vamos nene”, que decía Remedios, mientras seguía charlando con la señora Corona como si nada. ¿Tes sono? Me preguntaba Germán, el  anfitrión. Y mi madre como buena baturra, erre que erre: “Ya nos vamos nene, tranquilo, que en agosto no hay que madrugar”.  Y aquella cocina parecía el plató de “Tocata” cuando salían los Europe directos de la peluquería de Llongueras y empezaba a emanar humo por los laterales del escenario. De esas trasnochadas tertulias de estío, salías a las mil, con un par de Cola Caos con galletas entre pecho y espalda. ¡Pero ojo!  Lo más grave: con otro par de paquetes de Ducados y Reales en… el pecho. Y ni , más callado que Aleister Crowley rodeado de costaleros del Gran Poder. Un entrenamiento prematuro para las futuras noches de maleo, que pensarán algunos que siempre piensan y mal. Sí… sí.

 

Menos mal que los dientes de leche formaban parte de esa segunda oportunidad, si no, el que menos se habría visto frente al espejo con un aire a lo Mikel Erentxun que ni os cuento

 

 

Nosotros, los mismos. Los que sobrevivimos a columpios de metal y a vueltas de 360 grados sentados sobre ellos. Los que nos empeñábamos en desafiar a las leyes de la gravedad con las manos agarradas a un par de tensas cadenas que, bien podrían haber sido un excedente de material del presidio de Alcatrazz, que no os quepa la menor duda, porque si os apretáis un poco, ahí que se acomoda: en el vehículo de la indecisión. También, testamos en infinidad de tardes de parque, aquellos toboganes de hierro con sus correspondientes listones de madera haciendo de rampa. Si no era la cabeza del tornillo la que te dibujaba un desgarro en la pierna, era alguna astilla provocada por un mal uso o desgaste. Y todo eso, incluyendo el más difícil todavía (eran años de circo): lanzarse de cabeza y con los ojos cerrados. Menos mal que los dientes de leche formaban parte de esa segunda oportunidad, si no, el que menos se habría visto frente al espejo con un aire a lo Mikel Erentxun que ni os cuento.

Para los que seguimos sacando los recuerdos de paseo de vez en cuando, por eso de que siempre van con nosotros (como nuestras raíces y nuestra gente, que siempre me agrada recalcar), es inevitable el negarse a revivir situaciones, sensaciones y sabores. Confieso que, cada vez que me arrimo al fregadero y aprieto el bote de Mistol apuntando al estropajo… la memoria me devuelve a mi infancia. Concretamente, al día en el que me lo bebí mezclado con agua para sacar directamente las pompas que provenían del esófago. El hartazgo de soplar a tres dedos de un círculo de plástico repetitivamente, entra entre las cosas de las que un niño se acaba cansando.

 

 

Confieso que, cada vez que me arrimo al fregadero y aprieto el bote de Mistol apuntando al estropajo… la memoria me devuelve a mi infancia

 

Que me perdone Edith Piaf, pero la vida no creo que esté teñida de rosa. Más bien sería como se titulaba aquel disco de Ilegales: “La vida es fuego”. Porque igual te quita el frío, que te puede quemar. Suelo repetir una teoría de esas que suelto a la calle y a correr, en la que mantengo que, entre tres y cinco veces a lo largo de nuestra vida, estamos expuestos a que la parca nos agarre la mano y nos invite a bailar un “Rocking all over the world” por algún salón del más allá.  Me ahorraré mis duchas electrificadas, mis atropellos, mi aplastamiento esquivado por un metro, mis deshidrataciones al creerme un Marino Lejarreta de la vida tras motivarme con la etapa de Alpe D´Huez, etcétera, etcétera. ¡Ah! Me olvidaba el episodio aquel en el que podría haber acabado como un colador por parte de unos delincuentes, justo cuando estaban en el momento decisivo de un alunizaje. X.M. Hermanager fue testigo también. Pasaba por allí, que cantaba Luis Eduardo Aute. Aunque, eso de que tus amistades hayan bautizado a los cortes con “hacerse un Juanito” te llega al corazón, sinceramente. Abrirse en canal la pierna con el cuchillo del churrasco en un paraje tan bello como son las pasarelas del Río Mao, marca (y la deja). Por todo ello, creo que la frase de: Vida y milagros, guarda un encanto singular. 

En mi caso, creo que he validado muchos pases de esos; unos consciente, otros no tanto. Ya desde bien pequeño, mi relación con el mundo animal, pasaba por diferentes episodios de riesgo. De esas varitas mágicas que no existen, pero que habelas hainas, pues si no, no se comprende que haya salido indemne de una coz de esas que te sacan del planeta tierra (como en los dibujos animados), de una mordedura de serpiente, o corneado por una vaca tras mosquearla más de la cuenta con una vara de castaño; mágica también, que era de Os Sequeiros, y ahí todo es mágico.

 

Pues eso, que cosas de críos y riesgos a los que estamos expuestos… existen y existirán

 

Ahora sin embargo, enciendes el televisor para que el escritor, o escritora… perdón, presentador y presentadora, te cuenten lo que acontece y se te tuerce el gesto ante las noticias. De pie e impolutos. Sin la soltura de movimientos todavía de la que hace gala el señor que nos informa del tiempo, que sin llegar a ser un brasas en honor a su apellido (pues me cae bien), parece más bien un base de los Utah Jazz en plena acción defensiva del cuarto tiempo, en zona, evidentemente.

Pues eso, que cosas de críos y riesgos a los que estamos expuestos… existen y existirán. Como también existen riesgos a las que ningún crío debería estar expuesto, ni adulto tampoco, como por ejemplo algo tan incomprensible a estas alturas como lo es una guerra. No existe un casus belli que justifique una barbarie. Pero claro, ya lo dejó escrito Mahatma Ghandi: “No hay camino hacia la paz, la paz es el camino”, y ahí siguen… dejando que la maleza cubra el camino, y algunos encharcándolo de sangre. Eso no son cosas de niños, eso son cosas de malnacidos y no tiene ni pizca de gracia.

A buena hora bajamos del árbol, me susurra un encabronado último párrafo.

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