Por los que doblan las campanas

  • Por Juan «El letrastero» desde su sección “Acuéstate y suda”

Siempre se ha dicho que la experiencia era un grado, y efectivamente; cuando suelo enumerar las batallas de aquellos que se atrevieron a batirse en duelo durante fatigosas luchas intestinas y noches al pie del cañón, además de incluir dentro de la cápsula del tiempo unos generosos sueños de libertad (me suena, me suena), entonces, llego a una conclusión tan atónita como orgullosa, pero a la vez, teñida con una capa de melancolía que porta un diferenciable sabor. Puede que sea el Umami del que todo el mundo habla y percibe, pero que un servidor no atina a destacarlo. A mí me sacan de lo dulce, lo salado… y mi gusto como mucho, atina a pulsar en alguna ocasión el botón para apearse en la parada de lo agridulce, y poco más, creedme. Y es ahí, precisamente, bajo la protección del asfixiante refugio solar que me regalaba una marquesina, cuando vinieron a mi mente las imágenes del documental que vi hace unos meses: me estoy refiriendo a la grabación del último disco de Bruce Springsteen y la E Street Band en el estudio de grabación que éste posee en Nueva Jersey, con el título de “Letter to You”. No voy a analizar, ni a colocar en una determinada escala de valores este trabajo en la discografía del Boss. Principalmente, porque esas canciones rezuman una melancólica y satisfactoria brisa que, se estrella en los ventanales de aquellos que dejamos los auriculares entornados a merced de las madrugadas de insomnio. Esos, a los que cualquier melodía arropada por tres o cuatro acordes rocanroleros, les transporta a esos garitos de luz tenue en los que navegar con nocturnidad y alevosía. Esas cuatro paredes, en las que la sinestesia nos rapta los sentidos con estrofas en desuso. Las mismas sensaciones, sí, con las que unos australianos que estaban por todos los cables y transformadores de casa (AC/DC), nos aprisionaron nuestras adolescentes almas a base de sus riffs; inmunizándonos de toda moda pasajera, impuesta unas veces sí y otras también, a base de taladro mediático.

Lo mismo mi mala praxis a la hora de relatar algo, esté provocando que saque mi ralea de plebe simiesca, yéndome por las ramas al más puro estilo de los monos trepadores de Nietzsche. Pero me gustaría poder reflejar que, tras el visionado de ese documental, una bombilla colorada a modo de alarma se ha encendido en mi subconsciente. Previo aviso de lo que en una década nos esperará a los megalómanos con tendencia a inclinarse por sonidos provenientes de las coaliciones de guitarras y amplificadores, que contienen notas tanto limpias y cristalinas, como atronadoras, sucias y veloces. El abanico que se pueda abrir con Roy Orbison, bien puede extenderse hasta Motörhead. Y en esa riqueza sónica radica la grandeza del Rock And Roll. Iré al grano, la sensación de que la última parada para aquellos que han puesto banda sonora a nuestras vidas está cada vez más cerca del fin es palpable, mal que nos pese. No los estoy enterrando, faltaría más. Pero sí que el tiempo corre en su contra en la mayoría de los casos. Lo intenté reflejar en mi primer “Acuéstate y Suda”, en un febrero que ya avisaba de un estado pandémico, justo hace dos años y pico; dejando constancia de que con el tiempo, el Rock sería el equivalente a lo que es hoy en día la música clásica. Que sería interpretada. Pero que las creaciones musicales… podían empezar a menguar hasta el punto de caer en el pozo del olvido. Me gustaría reseñar que, sigo siendo de esos que se apuntan los nombres de formaciones nuevas que leo por aquí y por allá. Investigo, indago y descubro. Pero me doy cuenta que, tengo que remontarme bastantes meses para atrás hasta que detengo el cursor memorístico en la última banda que me voló la cabeza. Si antes eran treinta, ahora me sobran los dedos de una mano. Y no será por calidad, talento y saber hacer de las formaciones jóvenes que surgen, ni mucho menos, sino que tanto los medios como el universo musical ha cambiado. Se tiende a buscar un formato nuevo. El trabajo musical entendido como sí, ya empieza a mostrar síntomas de ser una nauseabunda forma de presentar las nuevas composiciones. Y eso, para uno como yo, que sentía la curiosidad de leer el libreto interior de las carpetas para saber quién era el productor o el ingeniero de sonido que había grabado y mezclado el disco… es como ir al fútbol y que te sienten a la media parte de espaldas al partido. Me da igual que se rían, pero tengo la manía de cargar cada día la batería de mis tres Ipods (sigo teniendo nostalgia del walkman, que conste), con más años de vida de los que estaban reservados para ellos,  como aquel agricultor que ara su tierra para que la maleza no se apodere de ella. Conecto el desfibrilador, perdón… los auriculares, y puedo afirmar que cuando Barricada, Black Sabbath, Los Suaves, Leño, Tom Petty con sus inseparables Heartbreakers, o los siempre imprescindibles Die Toten Hosen, convulsionan mi pabellón auditivo con sus gemas musicales; mi corazón empieza a danzar como el semínola sin tribu concreta que siempre quise ser.

 

¿Existe mayor libertad que eso? No. Antes que caer en los brazos del reggaeton, prefiero ser pasto de los buitres negros. Sí, efectivamente, el animal que más quiero (Me suena también).

Repaso las novedades discográficas de nuestros clásicos en estos dos últimos años y saben a ron añejo; a tequila reposado. Suenan a experiencia acumulada y a interminables giras cargadas a las espaldas. Últimamente, me ha dado por ir a consultar las edades de los músicos que más han significado y siguen significando en mi día a día,  y pudiera ser que por longevidad, se encuentren más próximos a rellenar la hoja de alta del geriátrico que a tomarse unas cervezas en el pub del barrio. Pero ¡ojo! Que rápidamente me ponen del revés a la inquietud maquillada de tremendismo, pues viendo que siguen ahí, dándolo todo en escena, y también con cada nueva obra que facturan; tardan poco en mirarme frente a frente y soltarme un: “Tranquilo, no sufras, todavía no nos vamos a ir. Aún hay más (Super Ratón)”. Inmediatamente, me prometo hacer esa lista que nunca hago: la de todos los conciertos a los que llevo asistiendo desde los trece años. Y no la hago, porque sí que me entristece comprobar que de todos los que fueron… muchos ya no están. Malcolm, Boni, Lemmy, Joe, Jim, Los Ramones al completo, etcétera. Ley de vida, me repito a mí mismo. Un día… nosotros tampoco estaremos, reflexiono mientras le doy vueltas a la mente al compás de la cucharilla y observo la destreza de Gregorio (mi periquito) a la hora de seleccionar su alpiste. Un día el cerebro se me va a quedar más grumoso que mi “Colacao”, pero… ¿Qué gracia tiene lo soluble? Poca o ninguna, sinceramente. Por eso me gusta recordar, rememorar, y no dejar en el olvido a esos artesanos del universo del rock que confeccionaron de alguna forma nuestro otro mundo paralelo, en el cual disfrutamos y gozamos de sus canciones.

Retomando el detalle que provocó que este artículo tratase de lo que trata y no de lo que iba a tratar; recomendaría el visionado del documental de Springsteen y su banda. Se percibe una emoción contenida. Se ve de lo que son capaces: de crear en apenas una semana otra obra. Se acuerdan de los que ya no están, invocando a sus fantasmas y dedicándoles canciones y chupitos. Pero, pocas veces una imagen como la que pone el broche al final de la grabación, en la que se abrazan todos, te transmite tanto. Se están despidiendo, de ellos mismos y de nosotros. Son conscientes de que están grabando su canto del cisne musical. Y como no podría ser de otra manera, nos están brindando un adiós con la elegante y desgarradora visceralidad tierna que sólo los grandes saben desgranar. En la carrera contra el paso del tiempo siempre llevamos las de perder. Es así, es la vida. Y en los sucesivos años, debemos ir acostumbrándonos a ver como algunos eslabones empiezan a desprenderse de la cadena. Nos va a costar más el saltar a alcanzarla cuando necesitemos mantenernos a flote en este mundo rodeado de incertidumbre, que a nadie le quepa la menor duda. En fin, siempre y cuando podamos movernos con el balanceo, cumpliremos con la tarea que el bueno de Bon Scott nos encomendó el día que decidió darse el piro: hacer sonar las campanas hasta en el infierno.

Para este mes, tenía pensado escribir sobre la subida del I.P.C. También sobre una cumbre en la que abundan las personalidades del mundo de la política de aquí, de allá, y hasta del más allá. Cargos, que viven rodeados de todas las comodidades y que nos piden esfuerzos y apretadas de cinturón. Esa gente “importante” que se supone que tienen que solucionar los problemas del mundo, como por ejemplo: el de poner fin a una guerra sin sentido que está ocurriendo en la cicatrizada y vieja Europa. Aunque, confieso que al abrir el documento en blanco, la idea principal iba a ser el abordar el abusivo precio de los combustibles, o de la electricidad. Pero recordé el detalle de que, Mari Luz ya no se puede permitir el dejar las lámparas encendidas toda la noche. Por lo tanto, su pareja ya puede dormir. Otra cosa es si los borrachos jugarán al mus en el cementerio o no, más frescos que nosotros sin poder poner el aire acondicionado estarán, seguro. Pero bueno, que abriendo las ventanas, he descubierto que existe otra corriente, que no es la continua ni la alterna de los hermanos Young, pero a la que he bautizado entre las gotas de sudor que esta ola de calor nos obsequia como: Aire en condiciones, que no acondicionado. El que no se consuela es porque no quiere, que diría mi madre. Pero entre estos dimes y diretes, se me fue la tecla de paseo por el traste de Keith Richards, y cuando pude volver a la realidad… tan solo acerté a respirar hondo y tranquilizarme a mí mismo con un mudo e interiorizado:

Los viejos roqueros nunca mueren”. Ellos, sólo se van de este mundo. Pero recordad: vuelven cada vez que dejas caer la aguja por los surcos del vinilo o pulsas el botón del play.

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