El Fútbol es así… Fútbol total nos campos de terra

  • Por Juan «El letrastero» desde su sección “Acuéstate y suda”

 

El pícaro

Hace muy poco, comentando algo acerca de la figura del pícaro, concretamente lo que concierne al personaje de Lázaro (El Lazarillo de Tormes); se me acercaron así, a la carrera y dando zancadas enormes, un montón de recuerdos de mi etapa futbolística. Específicamente, la que comprende ese espacio de tiempo que va desde los ocho a los doce años.

En esa época, servidor y otra docena y media de chavales de barrio, se regeneraban semanalmente la epidermis de las rodillas jugando al fútbol en el campo de tierra más mítico del barrio barcelonés del Guinardó. Allí, aprendimos que  las picardías no eran unas prendas cargadas de sensualidad. Ni tampoco, que hacían referencia a esa provincia del norte de Francia que es histórica (Picardie). En aquel equipo, estábamos a las órdenes de un entrenador que nos inculcaba técnica y clase por igual; añadiendo a la vez, valores y deportividad. Pero sin embargo, sazonaba con algo de picardía y marrullería esas características antes citadas.

En esa época, servidor y otra docena y media de chavales de barrio, se regeneraban semanalmente la epidermis de las rodillas jugando al fútbol en el campo de tierra más mítico del barrio barcelonés del Guinardó

 

Plácido

Recuerdo a balón pasado y delantero bloqueado, a nuestro “Mister”: Plácido, colocando en las manos de los dos defensas centrales un par de alfileres de sastre. Alfileres que ellos guardaban en el diminuto bolsillo del pantalón corto. Nuestro entrenador les instaba, a que en los saques de esquina, el delantero centro y excelente cabeceador del equipo contrario, ni tan siquiera pudiese saltar al sentir los pinchazos en su costado. Eso, había que hacerlo al estilo trilero: con el rabillo del ojo siempre enfocando al colegiado, y con el cuerpo haciendo de pantalla. Además, en cuanto el rival emitía de su boca una queja a modo de un sonoro: “¡Ayyyy!”… el resto del equipo, empezábamos a vociferar un “¡Fuera! ¡Fuera!”, para ahogar su alarido, que ya quisieran muchas bandas de Rock en sus estribillos más coreados.

Plácido era un estratega de la picardía. Nos hacía cambiar los dorsales para despistar al rival. Por lo general, los números bajos los llevan los defensas. Pero en nuestro caso, era al revés; nuestros atacantes lucían el 2, 3, y 4 en sus espaldas. Eso, en los primeros minutos, era desconcertante. Con él aprendimos que existían los ángulos muertos de visión, y que el señor de negro, no siempre se encontraba ojo avizor. Que las camisetas de los rivales, tenían también una elasticidad a prueba de agarrones. Que al rival, de acercarle el balón, se le hacía con un pase lento, alejado y raso, para que se cansase y se agachase. Que si íbamos ganando (que era lo normal, todo hay que decirlo), la prisa se nos iba de nuestras vidas. Que al campo del Trajana, acudíamos de excursión, sin mostrar oposición alguna. O lo que es mejor, a salir indemnes y sin moratones, y poder tener agua caliente en las duchas. Ese día, estaba permitido perder, sin tener que temer a modo de castigo, por aquellas infinitas vueltas al campo corriendo de los lunes.

Plácido era un estratega de la picardía. Nos hacía cambiar los dorsales para despistar al rival

 
Improvisar

Plácido nos enseñó a improvisar según avanzaba el partido. A unos niños, porque eso éramos. Unos “criajos” que sabían en qué momento justo había que despejar el esférico en dirección a nuestro banquillo, y devolver a “Hulk”. Así bautizamos al balón con bastante más presión de aire de lo que el reglamento permitía. Y que encima se  maceraba un tiempo en agua, por lo que además de pesar lo suyo, podía dejar a más de uno sin uñas en los pies. Cuando había que ser pesados… lo éramos, y mucho. A más de un colegiado le comimos la moral con el consabido: “Árbitro… la hora”, señalándonos un reloj imaginario en nuestras muñecas. O lanzando penas máximas de espaldas y de tacón, al estilo Sócrates, para despistar al guardameta contrario.

Sin embargo, Plácido sabía que en aquel equipo existía un nivel técnico y de talento innato. Y que teníamos sed, mucha sed. Tanta, que al final de casi todos los partidos sacaba del maletero de su Talbot un par de cajas de “Pesis”, que así las llamaba él. También sabíamos que nuestro guardameta bebía los vientos por la hija de nuestro entrenador. Por eso Plácido se traía a los partidos a su Patricia. Y claro, ver al Riqui “Manos de mantequilla” volar de poste a poste motivadísimo, era ya de por sí, un factor más a nuestro favor para no encajar goles. Aunque también nos echábamos unas risas a su costa.

Hulk”. Así bautizamos al balón con bastante más presión de aire de lo que el reglamento permitía.

 

No es por presumir

Recalcar, que el brazalete de capitán rotaba según la capacidad dialogante del árbitro. A mí, me correspondía el papel “queja educada y pausada”. Elegancia, técnica, y visión de juego, eran mis características. No es por presumir de estilo eh, pero un Schuster, por decirlo así. Ni existía todavía la figura de Zidane, ni yo me había dejado de hablar con el peine por aquel entonces, je, je. Aclarar, que Plácido no consentía jamás los insultos, ni las agresiones violentas; un pinchacillo, o un tironcillo, eran otra cosa. Y al que se pasaba en una entrada, él mismo lo castigaba con varios partidos sin ir convocado. Era su código de honor. El decálogo de la picardía.

A Plácido “El gallego”, se le respetaba en todos los campos de la periferia barcelonesa y de sus barriadas. Y con él, a sus chavales. Aún y así, Plácido seguía encharcando el campo en la zona de la grada cuando venía a jugar el Sants, porque según contaba, tenían a un par de liebres con el balón en los pies corriendo por esa banda. Eso lo hizo antes que Bilardo. Y lo de estrechar el campo, igual, antes que Clemente.

A Plácido “El gallego”, se le respetaba en todos los campos de la periferia barcelonesa y de sus barriadas

 
Un día

Un día que no pudimos entrenar porque estaba cayendo el diluvio universal, nos contó cómo se le podían romper los ligamentos a un rival. Sí, sé que suena duro, y más cuando se lo estaba describiendo a chavales que acaban de rebasar su primera década. Pero que nadie piense cosas raras. Nos lo explicó, con la amenaza de que al primer conato de llevarlo a la práctica por alguno de nosotros, ya podíamos romper la ficha federativa y despedirnos de volver a vestir la camiseta del club. Aquella tarde inhóspita, fue la primera vez que vimos flaquear anímicamente a nuestro “Mister”, cuando enfiló la puerta cabizbajo y con los ojos llorosos. Nosotros por aquel entonces, no sabíamos que a Plácido le habían roto los ligamentos externos con tal brutalidad, que tuvo que abandonar el fútbol. Eso ocurrió cuando jugaba en segunda división. Por aquel entonces, se empezaban a plantear seriamente su fichaje varios clubs de primera división. Y en especial uno, de su querida Galicia. Algo que le hubiese permitido retornar con su familia a ese “corner” peninsular que tanto amaba. 

Ese día, aprendimos que la picardía transitaba codo a codo por la misma línea que la trampa. Pero que llevada a cabo con clase, y algo de gracia; y siempre dentro de unos límites… formaba parte del juego. Ese día, Plácido nos dejó la mejor lección: que la sensibilidad no era un signo de debilidad. Desde hace una semana, me consta que se ha tomado la revancha, y que ha vuelto a ser esa zurda gallega ya consagrada, que un día debimos ver en Sarriá, San Mamés, o Zorrilla; luciendo la camiseta de su equipo gallego.

 “Alento, bandeiras, gorxas en guerra… Fútbol total nos campos de terra”, que cantaban Os Diplomáticos de Monte Alto.

 

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