“Cuento Acorazado”. Relato navideño por Juan «El Letrastero»
“Hazlo de corazón… Lo que te dicte el corazón… Te lo digo de corazón…Me rompe el corazón… Con el corazón en la mano… Etcétera”. Si yo fuese el corazón, sinceramente, comenzaría a cobrar derechos de autor. Y en mi caso, me iba a dejar un buen dineral, pues siempre he defendido que, ese órgano latente es el timón que marca mejor el rumbo y la dirección de la vida de todo ser. Aunque, si existiese la agencia tributaria del corazón, yo, sé de un caso (¿Realidad o ficción? ¡Qué importa!), que sin duda, sería de inminente urgencia para que el clavero fijase, martillo en mano, en la puerta de nuestro protagonista, el tributo obligatorio para su posterior abono. Mismamente, de ahí proviene lo de: “te han clavado con la factura”. Leed y aprendamos todos de él… porque ésta es la vida y milagros de Gregorio.
Aquel lunes primaveral, Gregorio no imaginaba lo que le iba a suceder. Apuraba pensativo, su café con gotas de aguardiente en la barra grasienta del “Bar Sete”, que regentaba Pepiño; un trivés, que soñaba cada noche con los seis años que le quedaban para jubilarse y “voltar á terra”, con su gente. Mientras Gregor (para los amigos), se distraía con miradas al Casio que le rodeaba la muñeca al estilo constrictor, barruntaba teorías imposibles: tales como que, desde que sufrió de un neumotórax espontáneo, su corazón latía en silencio y subtitulado. No lo sentía. O eso afirmaba, entre sorbos carajilleros de legañosas mañanas con olor a cafetera añeja. Sin embargo, ese lunes, el autobús que cogía cada mañana en la parada situada justo enfrente del bar, no acababa de llegar. Ante esa anomalía, preguntó al aire el motivo. La Conchi, le informó que, por lo visto, los conductores estaban en huelga. Reivindicaban mejoras en sus condiciones, ante el tira y afloja de la negociación del nuevo convenio. Ella, ya había activado su plan B: vendría a recogerla su nuevo novio; un psicólogo del Río de la Plata que atendía a un nombre tan compuesto como hortera. Un cansino de esos, que, tras una terapia colectiva dirigida por él, sobrarían los medicamentos y faltarían las navajas de Albacete en pro de la desesperación. Las venas, por supuesto, correrían a cargo de sus pacientes, siendo el resultado de los consabidos y eternos tostonazos.
Apuraba pensativo, su café con gotas de aguardiente en la barra grasienta del “Bar Sete”, que regentaba Pepiño; un trivés, que soñaba cada noche con los seis años que le quedaban para jubilarse y “voltar á terra”, con su gente
Conchi y Gustavo Alfredo, se ofrecieron para llevar a Gregorio al diario en el que trabajaba. Le dieron una última oportunidad, mientras ella, sentada en un Peugeot descapotable de quiero y no puedo, le invitaba a incrustarse en los minúsculos asientos traseros con aspavientos. El otro, insistía: “Venite boludo, que vas a llegar con demora a tu chollo”. E insiste que te insiste, que Gregorio casi se dislocó el cuello con un par de media docena de noes gesticulados discontinuamente. Gregorio, tomó la decisión de ir en metro. Pagó su consumición con un: “¡Pepiño! Aquí te dejo lo del anticongelante”. Y se marchó, pero sin velero, ni ganas de dibujar gaviotas en el cielo gris de aquel lunes. Se dirigió rumbo a la estación de Sagrada Familia. Le iba dando vueltas a las crónicas culturales que tenía que redactar esa semana. Y entre esas cábalas, el gesto se le torcía. Romaguera, el nuevo jefe de redacción, le había relegado a cubrir ruedas de prensa de celebridades del celuloide. Cuando a él, lo que siempre le gustó, fue asistir a eventos musicales de carácter underground. Si éstos recitales, se perpetraban en antros sórdidos y canallas del centro de la ciudad, mejor que mejor. Pero vamos, que el ahora señor Romaguera, estuvo a punto de ser el cuñado oficial de nuestro antihéroe. Pero un concierto de Metallica, y una danesa que era la prima del batería de tal banda, tuvieron la culpa de que, durante un trimestre, nuestro Gregor estuviese a punto de cambiarse el Ramírez por el Larsen y quedarse en Copenhague, degustando vasos de un ponche caliente llamado Glogg y soñando con peinar descendencia rubia conjuntamente con Aneka. Pero… algo huele mal en Dinamarca, que cantaban Siniestro Total, y el amor caducó antes de encarar otro cierre trimestral.
Así se adentró en el monstruo subterráneo; sumergido en las aguas embravecidas de sus pensamientos. En el vestíbulo de la estación, justo en el punto en el que el cruce de caminos se divide en una dirección u otra, reparó que, se había colado sin saber todavía cómo. De repente, una mano en su pecho le detuvo el caminar taciturno que siempre iba solapado a cada paso que daba.
–Perdone. ¿Me puede enseñar su billete?
En ese momento, el mundo se le vino encima. No por el hecho de haber cometido la infracción de colarse, sino porque ante sus ojos, se hallaba la mujer más bella que había visto a lo largo de su vida… y de otra extra también.
–Haga el favor, ¿no me ha oído bien? ¿Me puede mostrar su billete? ¿Se encuentra bien? ¿Qué le ocurre?
El bueno de Gregorio no se atrevió a expresarle a aquella revisora del transporte metropolitano que se acababa de enamorar. Se trataba de un flechazo de tal magnitud, que la punta de la flecha le sobresalía por el omoplato izquierdo. Y el latir, había comenzado a rugir como un Seat 124 con el silencioso del tubo agujereado. Ella, tras caer en la certeza de que se había colado a dos bandas, valga la coincidencia, le instó a que le facilitase la dirección personal a la que hacerle llegar la correspondiente multa. Aunque antes, le informó que, en caso de abonarla al instante mediante la tarjeta bancaria, la cantidad de la multa se vería reducida en un 50%. Gregorio no lo dudó; pagó con la tarjeta, con una sonrisa en sus labios más exagerada que la que salía en la tapa de las porciones de “La vaca que ríe”.
El bueno de Gregorio no se atrevió a expresarle a aquella revisora del transporte metropolitano que se acababa de enamorar
Al día siguiente, Gregorio volvió a la misma hora y al mismo vestíbulo de dicha estación, pero con la idea preconcebida de colarse. Así lo hizo. Y… efectivamente, ahí estaba ella. Ni corto ni perezoso, se plantó delante de su Julieta y le confesó con una alegría desbordada, que sí… que no había pagado. Vamos, que era reincidente en lo que concierne a colarse en el metro. En esta ocasión, sacó la tarjeta antes de que le comunicara el protocolo para los infractores y sus correspondientes sanciones. Pagó la multa y se ofreció a pagar tres más. Supongo que, creería que “La Pica” (argot subterráneo) de su corazón, sería gratificada por su empresa por cierta cantidad de sanciones impuestas. Pero ella, ante lo desesperante de la situación, derivó tal incidencia hacia otro compañero. Nada amable, por cierto. Que le soltó un: “A ver si ya dejamos el cachondeo eh. Graciosillo. Que eres un graciosillo”.
Desde ese día, el existir de Gregorio se basó en una búsqueda desesperada por los vestíbulos y pasillos del metro. A Romaguera se lo puso bien fácil para que lo despidiera. Dejó plantada a Penélope Cruz y a Pedro Almodovar en el restaurante del Majestic, para una entrevista que debería salir en el suplemento dominical. Y así, con distintas estrellas del séptimo arte como: Maribel Verdú, Luis Tosar, Alberte Montes, etc. Se ausentaba del trabajo sin motivo justificado para ir dando tumbos por los andenes, a ver si se topaba de bruces con su Dulcinea del suburbano. Ella, no le había dicho que no quería saber nada de él. Estaba trabajando cuando la conoció. Por eso, pensaba que todavía le quedaba la oportunidad de entablar una conversación que no tuviese al protocolo sancionador de por medio, batallando con el infractor. En el bar de Pepiño, todos fuimos viendo su deterioro personal, día a día. No comía. El casero le echó porque ni tan siquiera recordaba que cada tercer día de principio de mes le pagaba el alquiler del coqueto apartamento de la calle Nápoles. Siempre iba con su Ipod y sus auriculares escuchando algo de Extremoduro. Si le intentabas echar una mano, o hacerle comprender que estaba tirando su vida por la borda, siempre respondía de igual manera: que no debíamos preocuparnos por él. Que su brújula… era su propio corazón. Y que, en realidad, lo que nos pasaba, es que teníamos envidia de su instintiva corazonada.
Si le intentabas echar una mano, o hacerle comprender que estaba tirando su vida por la borda, siempre respondía de igual manera: que no debíamos preocuparnos por él. Que su brújula… era su propio corazón
Tras cinco años buscando ese encuentro casual, un día dejamos de ver a Gregorio en el bar situado en el siete de la Avenida Gaudí. ¿Quién sabe si al final encontró a su revisora? Tal vez, quedaron para ir al cine una tarde de miércoles, que para eso es el día del espectador. Verían a las actrices y actores en la gran pantalla. Recordando con gracia que, el que no se presentó fue él, en las respectivas entrevistas que le asignó el petulante de Romaguera. Y sería feliz, comiendo palomitas con su “Pica”. Mirándose, con la sonrisa del que no tiene que subsanar sus actos, y de la que no debe imponer sanciones. Cuando me acuerdo de Gregor, lo quiero ver corriendo de la mano de su revisora; huyendo de todos y montándose en el último vagón del metro. Sentándose. Sonrientes. Besándose. Los veo… como si fueran Katharine Ross y Dustin Hoffman en el final de “El Graduado”, pero con el “Sorprendente” de Leño sonando de fondo.
Tras cinco años buscando ese encuentro casual, un día dejamos de ver a Gregorio en el bar situado en el siete de la Avenida Gaudí
Por eso, cada treinta y uno de diciembre, que fue el día que desapareció Gregorio, brindamos a su salud todos los que coincidíamos cada mañana con él. Yo… soy el encargado de velar por su café con gotas de anticongelante. Porque no hay día que, ante tal acto simbólico y de carácter carajillero, Sebas, el del taller mecánico, no se haga el despistado pensando que se trata de su café e intente bebérselo por la patilla. Pero aquí seguimos… esperado al Gregor. A que por lo menos, nos invite el día que regrese a un habano de esos que se reparten en las bodas. Confiamos en ello. Conchi dice que no, pero claro… ella ya va por su cuarto novio argentino, psicólogos todos. Así que, tampoco le hacemos mucho caso. También cuentan las malas lenguas, que vaga por los andenes con los auriculares a todo trapo y la mirada perdida. Pero en los cuentos de Navidad, esas cosas no suceden. Y las historias acaban bien. Con nuestro Gregorio cantando en voz baja:
¿Dónde están los besos que me debes?
En una cajita
Que nunca llevo el corazón encima… por si me lo quitan